Pensaba que tendría problemas con mi maleta después de salir con un retraso de tres horas desde Frankfurt, pero no. Aparto de buena manera a la gente que se agrupa frente a la cinta, la agarro por el asa, y muerto de cansancio me acerco a la salida. En la aduana, un chaval de unos 25 años con uniforme, tono sobradamente arrogante y hablándome de usted (muy educado el niño), me da el alto y me pregunta de dónde vengo y qué llevo en la maleta. Mis cosas y algunos dulces para la familia. Sin saber que para hablar no hace falta abrir tanto la boca, me deja pasar como el que me perdona por no abrirla y confirmar si es cierto.
En la terminal A del aeropuerto mucha gente espera a otros, pero nadie a mi porque así lo he querido yo. Aún así tengo una llamada pendiente para ver si por casualidad me vienen a buscar. Busco un teléfono público. El primero que encuentro parece no funcionar. Delante del segundo, saco la moneda de un euro que accidentalmente voló conmigo a Japón olvidada en mi cartera muchos meses atrás. Una sola moneda. Saco el iPod. Busco la agenda. Deslizo el pulgar por el Click Wheel hasta la N. Nueve números que marco y espero que de tono. Es tarde y no quiero molestar a esa persona, pero le prometí que llamaría cuando llegase a Barcelona y eso hago. Para ser sincero, el cansancio del viaje me hace pedir un poco al aire que esté disponible y le apetezca venir a recogerme. Un tono. Dos. Pierdo la cuenta. Suena el buzón Orange y oigo caer mi moneda dentro de la máquina. Mierda. Con la cara de idiota, lo único que se me ocurre decir después de la señal es “bu”. Cuelgo.
La pareja de marroquís que esperaba a mi lado habiendo dos teléfonos libres, nerviosos, me enseñan un móvil y tres euros que sujeta uno de ellos. Ayuda es la única palabra que dicen. Cojo una moneda de su mano la introduzco y marco los últimos nueve dígitos del número que aparece en la pantalla del móvil que sujeta nervioso. Espero que de tono y se lo paso. Me quedo con ellos mientras hablan por si hace falta meter otra moneda y no se dan cuenta. Habla rápido. Le dice a alguien en árabe donde están para que venga a buscarlos. En menos de 15 segundos cuelga y los dos me tocan el hombro y me dan las gracias varias veces. Cuando ya he andado varios metros parecen decir “felices fiestas” en muy mal español. Me giro y sonrío asintiendo con la cabeza.
Saco un billete de tren y espero cerca de quince minutos a que llegue el transporte público. Más de cinco minutos más una vez sentado esperando a que se ponga en marcha. Me sorprende lo limpio que está el coche. Transbordo en Sants dirección a Terrassa. Otros más de diez minutos esperando el tren. Unos niños de unos veinte años con problemas de falta de atención dan palmas, gritan y se comportan como idiotas para atraer las miradas de la gente. Me subo en un tren que ya no está tan nuevo como el anterior. Alguien fuma al fondo. Hablan a gritos. Oyen música en el teléfono móvil sin auriculares…
Pasan los minutos y frente a mi se sienta un hombre mayor con barba canosa. Enfadado. Habla entre dientes. “Perdone usted” me dice. Levanto la cabeza del juego del iPod que me robaba el tiempo y le digo “dígame”. “Esto parece Hong Kong, coño. Que te bajas ahí donde el Arco del Triunfo y hay tantos chinos que parece Singapur”. Sonrío. … “Que el Clos llamó al ministro del Japón y le dijo “Me vas a mandar más contenedores de pantalones tejanos al puerto cuando yo te lo diga“, que está el puerto de Barcelona lleno de contenedores de pantalones tejanos”. Sonrío, le digo “si, si, si” mientras vuelvo la cabeza al juego que me entretenía. El hombre se medio incorpora en su silla y me dice “oye, que a mi no me molestan, pero las chinitas no son tontas, que tu coges a una y le dices “chinita, tú y yo” (mientras dice ésto mete repetidamente el dedo índice de la mano derecha en la mano izquierda cerrada, haciendo un signo claro de sexo) y la chinita te decie “vamos“, que no son tontas”. Sonrío y sigo jugando mientras pienso si me han puesto a este hombre aquí expresamente.
Llegamos a su parada, me desea felices fiestas muy educadamente, como me ha hablado todo el rato, y desaparece cuando se cierra la puerta del tren.