La chica de Panamá, a mi izquierda, con un amigo y apoyada sobre su propio codo, empezó a hablar de forma cómoda y distendida. Yo la analizaba pasando una y otra vez por los mismos sitios. Menudita. Piel canela que diría Nat King Cole. Labios finos. Ojos oscuros. Me sorprendió cuando me dijo su edad, ya que yo le echaba más de díez menos… y casi tenía díez más que yo. Le miré los pies. Seguía hablando mientras volví a bajar la mirada. Tejanos. Cintura fina. Me paré un segundo, o puede que dos en su pecho. “Se va a dar cuenta”, me dije. Le miré a la cara, preciosa y antes de que acabase la frase ya había vuelto los ojos donde antes. El amigo se fue e intenté acercarme un poco, sólo un poco, más.

La chica de Panamá, mayor que yo, guapa, tenía conversación interesante y compartía profesión con el que la escuchaba con los oídos y la miraba con los ojos. Hablamos de Japón, Korea, Hong Kong, trabajo, Adobe, agencias, dinero y tiempo libre. Dijo algo que no recordaba haber oído nunca y que me llamó la atención: el tiempo libre que uno tiene, es proporcionalmente inverso al dinero que posee. Me contó su historia, como la engañaron y le dejaron una deuda que aún sigue pagando, para venir a España. Como comparte piso con unas teenagers, la cual cosa, aunque no tiene nada malo, a su edad, le hace replantearse si realmente está donde debería estar. Problemas de pareja (esos, los únicos que no los sufren, son los solteros). Cuando hizo una pausa, sin esperar ningún consejo, como compartiamos cosas en común, decidí contarle mi historia resumida para pasar a hablar de algo más divertido. Ni mejor, ni peor que la suya. Ni más alegre, ni más triste. Mía. Cuando terminé, después de un “joder”, dijo otra cosa que me gustó: a veces pensamos que sólo nosotros tenemos problemas, pero todo el mundo tiene una historia.
Esbocé una sonrisa. Volvió su amigo reclamándola. Me agaché para besarle en las mejillas y me despedí hasta la próxima.