
Estando en Japón, me hice libritos alguna vez. No fue fácil. Encontré alguna carnicería que vendían la carne al corte, pero no me veía lo suficientemente preparado como para plantarme y explicarle al carnicero en cuestión que quería lomo de dos colores, cortado ni muy fino, ni muy gordo, para hacer libritos. ¿Cómo se dice lomo en japonés?, ¿cómo se dice lomo de dos colores?, ¿y libritos?… Bueno, creo que le podía pegar el sermón y explicarle como tenía que cortar la carne haciendo referencia a “como un libro”. Lo del lomo (olvidémonos de los dos colores), muy posiblemente lo podía encontrar en el diccionario electrónico que el bueno de Flamio me acompañó y asesoró en comprar un día en Akiba… pero descarté la aventura de entenderme con el carnicero en pos de la de encontrar carne que parezca lomo y sea un poquito gorda en el super, cortarla y preparar semejante manjar lo mejor que uno puede.
La anécdota fue divertida pero engorrosa. Aunque podría haber sabido lo que era lomo y lo que no muy fácilmente, opté por fiarme de mis ojos con lentillas. Me planté frente a la nevera de la carne y fui descartando lo que era pollo o pájaro de lo que era ternera o marrano. Acabé echando en mi cesta una bandeja de algo que parecía lomo, o por lo menos se parecía a algo que yo ya había visto en la carnicería de mi barrio, así que no podía estar malo…

El queso fue un problema, me gustan los libritos con queso de verdad y no la mierda esa con forma cuadrada que parece plástico. El encontrar “queso de verdad” en Japón no es imposible, pero tampoco tan fácil como lo es en España. Así que le tuve que poner queso de ese que dicen que alimenta como nosecuantos vasos de leche, pero no sabe a nada y tiene peor pinta. El jamón cocido, mucho más pequeño que el que se puede comprar en las charcuterías españolas (que no nos engañemos, es bastante grande) muy posiblemente porque el consumo sea mucho menor, me pareció menos jugoso y fresco y me recordó más a una mortadela, de todos modos, de sabor no estaba mal.
Bueno, me junté en casa con el queso en lonchas, el jamón cocido y esa carne cruda que parecía lomo (lo era). Rebusqué entre los cajones el cuchillo que me daba una probabilidad más alta de no cortarme la mano en un mal gesto, lo intenté afilar un poco más en la base de cerámica sin acabado en brillo de un bol y lo usé lo mejor que pude, que no voy a decir ninguna mentira, no fue todo lo bien que debería haber sido. Puse el relleno. Enhariné. Pasé por huevo. Rebocé con pan rallado. Freí en aceite. Saqué a una bandeja con papel de cocina, y compartí en compañía japonesa que a los primeros cortes miraba el jamón y el queso dentro diciendo “omoshiroi” y “oishii” repetidamente.
La verdad es que para no tener los mejores ingredientes para esta receta, o por lo menos no los que uno está acostumbrado a usar, aunque el sabor, evidentemente, no era el mismo, daban el pego en un momento de nostalgia del paladar e incluso te podían hacer quedar como un apañao delante de la chica que esperaba mientras preparaba la mesa, a que acabases de hacer la comida…
